5 de marzo de 2011

COLABORACIÓN LITERARIA: EL HORTELANO Y LOS TRES...(II)

Nuestro contertulio Vicente nos remite la segunda parte de su artículo publicado hace escasas fechas en el blog y que tanto gustó entre los miembros de la tertulia.

El hortelano y los tres obispos para Sevilla (II)

Allí donde termina la vista, un poco más allá de los últimos montes que se ven desde el huerto del hortelano hay una ciudad. La ciudad es milenaria. Por ella han pasado decenas de civilizaciones. Algunas llegadas desde países lejanos. Esa ciudad es ecléctica y sincrética: de todas esas culturas ha tomado lo mejor y lo ha ido acrisolando y fundiendo para conformar una idiosincrasia propia, ni mejor ni peor que la de las demás ciudades, sino, sólo, propia, peculiar. En esa ciudad hay una torre. En la torre anidan las golondrinas y los vencejos. Alrededor de esa torre, cada año, cuando va a llegar la primavera, se despliegan tiras de nazarenos. Tiras perfectas, como trazadas por el más diligente de los delineantes. Tiras interminables, eternas. Tras las filas de nazarenos llegan pasos de palio o de misterio, elegantes, lentos, armoniosos. Bajo los pasos, los costaleros, con su andar racheado y acompasado. Sobre el paso, la Virgen o su Hijo. Tras los pasos, la música. Y junto a la música, el sonido de los vencejos, el aplauso emocionado, el nudo en la garganta, el sonido de las bambalinas, de los faldones o de las zapatillas costaleras, el olé entrecortado. La música o….. la saeta. Ese clavel lanzado al viento, a Dios, a su Madre o al pueblo de Sevilla. Esa flor efímera que florece y se marchita, pero que mientras, inunda de emoción el corazón. La música, la saeta o …… el silencio. Ese silencio denso, ese silencio absoluto, casi la nada, ese silencio de respeto y de emoción. Ese silencio que no es ni mejor ni peor que otros silencios, sino, sólo, propio, peculiar, intenso, eterno. Ese silencio tan profundo que incluso se puede escuchar una lágrima cayendo por la mejilla. Y alrededor de todo esto, el pueblo. Ese pueblo peculiar, ni mejor, ni peor que otros pueblos, pero, sólo, peculiar.  Y sobre todo… el aroma. El aroma de los inciensos, de las mirras, del azahar, de la brisa que llega del río. Y además el color: la luz de la primavera, la ropa nueva del domingo de ramos, las flores, las capas, los cirios, las bambalinas, el azahar.
Es posible que un día, un jet parase en el aeropuerto de esa ciudad cuando llegaba la primavera. Que de él se bajase un hombre con ropa de butic, con zapatos de piel de cocodrilo y con reloj, suizo, de oro que brillara bajo el sol. Es posible que ese hombre recorriera las callejuelas de esa ciudad, quedara impresionado por la simetría de las tiras perfectas de nazarenos, por la serena e impecable armonía de los pasos, por el sonido, por el aroma y por el color y estuviera acompañado y agasajado, como corresponde a su importancia, por personajes locales. Ese hombre, acostumbrado a dirigir gigantescas empresas con miles de empleados, a hacer gigantescos negocios a escala mundial, a firmar complejos contratos internacionales, rápidamente podría darse cuenta del gigantesco fenómeno que se desarrollaba antes sus ojos.  Y es posible que preguntara algo así como: “Amigo, ¿cuánto quiere usted por esto?”. Es posible que alguien, desde el fondo de la comitiva le contestara: “Amigo, usted no tiene dinero suficiente para comprar esto”. No faltará, sin duda, ante tan impresionante fenómeno quien piense que no se puede “desperdiciar” esta magnífica oportunidad de hacer “negocio”. No faltará quien tema que el fenómeno pueda estar cambiando, que pronto quede reducido a un “espectáculo para turistas” con “figurantes” financiados por la administración pública, por una caja de ahorros, por una empresa eléctrica o por una marca de zapatillas deportivas, con publicidad en las capas o los faldones.

 Yo no creo eso. No hay dinero en el mundo para comprar el fenómeno que cada año, cuando llega la primavera se despliega alrededor de esa torre. El caso es que cada primavera miles de personas se ponen en acción para sentir la más grande y sublime emoción que se pueda imaginar. Miles de ciudadanos que actúan, aún sin conocerse, de forma perfectamente sincronizada para llevar a efecto un gigantesco fenómeno de luz, de color, de vida, de fe… Personajes de esa ciudad o venidos de otros lugares, dotados de las más lúcidas de las mentes, magníficos oradores y pregoneros, insignes y prodigiosos escritores han intentado explicar este fenómeno. El fenómeno en cuestión ha sido objeto de concienzudos estudios sociológicos, médicos, psicológicos, fisiológicos, jurídicos, económicos,  literarios ….. y ninguno de ellos ha sido capaz de plasmar en toda su amplitud, la magnitud del mismo.

Pero, ¿Cuánto valen los miles de horas de trabajo de los cientos de costaleros que portan nuestras imágenes, el tiempo de los miles de nazarenos que pueblan nuestras cofradías, las interminables horas de ensayos de los músicos que acompañan a nuestros pasos? ¿Cuánto valen las horas de las cualificadísimas personas que conforman las juntas de gobierno de nuestras hermandades? ¿Cuánto valen las horas de los interminables cabildos de oficiales, cuánto las horas de espera de las esposas (o esposos) de los oficiales, las horas de los exquisitos priostes? ¿Cuánto vale la belleza, el buen gusto, el “saber andar”, el artesonado de nuestros pasos? ¿Qué medida utilizamos para calcular el precio de la fe, de la emoción, de los sentimientos, del nudo en la garganta, del sacrificio?

El nazareno, llegado el momento, se pone el antifaz, como antes se lo puso su padre y se lo puso su abuelo, antes que su padre y como se lo pondrá su hijo. Cuando el nazareno se pone su antifaz siente en su piel la caricia de su padre, el beso de su madre, la sonrisa de su abuelo, la mano de su hijo. Cuando recorre las calles de Sevilla en la transición de la tarde a la noche, pasa por su mente toda su vida. Cuando se difumina en su puesto de la fila, junto a sus hermanos, se convierte en una pequeña parte de un cuerpo cósmico total y puede sentir cuánto dolor hay en el mundo, cuánto de malo puede llegar a haber en el alma humana y cuánto de bueno. Siente, en ese cálido atardecer del comienzo de la primavera, la más maravillosa de las sinfonías con los melodiosos acordes de la banda de música, el sonido suave y acompasado de las bambalinas, y el eco monótono de los vencejos. O, en el frío de la noche, siente el silencio, la nada, el vacío ¿Cuánto vale el beso de una madre o la caricia de un padre? ¿Cuánto valen el alma del nazareno, sus recuerdos, su niñez, sus sensaciones, su vida? “Amigo, usted no tiene dinero para comprar esto”.

La Semana Santa es eterna: estaba aquí mucho antes de que llegásemos y estará aquí cuando esas administraciones públicas, esas cajas de ahorros, esas empresas eléctricas, esas marcas de zapatillas deportivas e incluso el hombre del jet ya no figuren ni en las sombras del recuerdo. Entonces, como cada año, al llegar la primavera, filas interminables de nazarenos volverán a delinearse alrededor de esa torre, impresionantes y armoniosos pasos, portando la imagen de Dios o de su Madre, volverán a la Catedral, miles de vencejos seguirán revoloteando a su alrededor. Todo ello, junto al pueblo de Sevilla y el sonido, la luz, el color y el aroma de la Semana Santa, volverán a fundirse en un fenómeno maravilloso, cósmico, trascendente, del que nosotros, los anónimos nazarenos de hoy, sí seguiremos formando parte.

V.S.


3 comentarios:

Guillermo dijo...

Joder, qué grande Vicente. Realmente eres la gran esperanza blanca de este nuevo tiempo de tertulia, que es de ayer de hoy y de siempre.

Me he sentido vivamente impresionado, emocionado con ambos artículos. Hay cosas que, efectivamente, nunca tendrán precio.

Sigue escribiendo...

Diego dijo...

Hace tiempo,pude emocionarme con la lectura de un enorme poeta de la increible generación del 27. (Recomiendo La voz a tí debida).Vivió algunos años en Sevilla. Su nombre, Pedro. Su apellido, el que firma tu obra, haciéndolo aún más grande. Qué grande, Vicente, qué grande...

Alberto dijo...

El primero me gustó, me dejó gran sabor de boca, pero este..... no se si pedirte que sigas escribiendo o lo guardes para el segundo pregón.... ¡Señores, que grande lo que aún nos queda por escuchar!!!