21 de febrero de 2011

COLABORACIÓN LITERARIA: EL HORTELANO Y LOS TRES...

En esta ocasión es nuestro contertulio Vicente quien nos remite su aportación al blog. Gracias Vicente, sabemos que tu tienes mucho que ofrecerle a la tertulia.

El hortelano y los tres obispos para Sevilla (I)

-Dedicado a José, nuestro flamante y querido presidente-

En la sierra de Sevilla hay un pequeño y bello pueblo situado en la ladera de una montaña.  Alrededor del pueblo hay unos ancestrales callejones que conducen a parajes maravillosos, casi olvidados, por donde corren los riachuelos. Junto a uno de estos callejones y muy cerca del pueblo hay un pequeño huerto. Es un sitio maravilloso, soleado en invierno y fresco en verano. Al lado del huerto hay unos enormes álamos que dan sombra y frescor en el verano. En la copa de los enormes álamos habitan varias parejas de ruiseñores. Al pie de los álamos hay una alberca con un agua dulcísima,  fresca, limpia, cristalina…. De la alberca nacen unas acequias por las que, en verano, corre el agua como fluye la sangre por las arterias, refrescado y humedeciendo las tierras del huerto. Junto a las acequias se disponen tiras de tomateras, pimenteras y toda clase de verduras y hortalizas. Las tiras son rectas, perfectas, como delineadas por el mejor arquitecto. Las plantas son simétricas, limpias, verdes, perfectas: ni hoja de más, ni una hoja seca, ni una rama por el suelo…. En el huerto hay un hortelano.

Un día, hace unos años, cuando lo del “bun urbanístico” un enorme “Cayene” llegó a la plaza del pueblo. De él se bajo un señor de mediana edad con brillantes zapatos de piel de cocodrilo y cazadora de butic. Su reloj de marca suiza y de oro, relucía bajo los rayos del sol. Al poco tiempo paseaba por los callejones del pueblo acompañado de las autoridades locales. Paseando, paseando… llegó al huerto del hortelano. Se paró, se dirigió al hortelano y seguro de si mismo, le dijo…. “Amigo, ¿cuánto quiere usted por el huerto?”. El hortelano, que estaba agachado labrando la tierra con su humilde azadón, se levantó y le contestó: “Amigo, usted no tiene dinero suficiente para comprar este huerto”. Y yo me pregunto ¿cuánto vale ese humilde huerto? La tierra del huerto se ha regado durante años con el sudor del hortelano que lo cuida primorosamente, que lo mima con cariño, como si de una prolongación de su cuerpo se tratara. Se ha regado con el sudor del hortelano, como se regó con el de los padres del hortelano y los abuelos del hortelano, que también lo cuidaron primorosamente. ¿Cuánto vale ese sudor? Los álamos del huerto los sembró el tío del hortelano cuando logró volver (sano y salvo) del horror de la guerra civil – quizás como un canto a la vida después haber visto tanta muerte-. Las hortalizas del huerto calmaron el hambre de la familia del hortelano en los duros años de la posguerra. Aún hoy el sabor de los tomates de ese huerto es el mismo que el sabor de los tomates de hace años, pues la tierra, las semillas y el cariño con que son cultivados son los mismos. Cuando el hortelano prueba un bocado de esos tomates se acumulan en su boca y en todos sus sentidos una explosión de sabores; sabores ancestrales, que, si cierra los ojos, le hacen viajar por el tiempo, le retrotraen a tiempos pasados, le hacen revivir antiguas sensaciones, ya casi olvidadas y perdidas en el tiempo. El agua de la alberca calmó la sed del hortelano, y la de sus ancestros en la noche de los tiempos, en las cálidas tardes de los antiguos veranos. Cuando esa agua pura, fresca, limpia, cristalina, nacida de las entrañas de la montaña que cobija al pequeño pueblo, entra en la boca del hortelano o se resbala por su cara, si cierra los ojos, puede sentir el beso de su madre en la niñez o la caricia de su padre, o el consejo del abuelo. Cuando se sienta en los cálidos atardeceres del verano bajo los enormes álamos y al lado de la albera, escucha la más maravillosas de las sinfonías con los melodiosos acordes del rumor del agua de la alberca, el sonido suave de la brisa sobre las hojas de los árboles, el eco monótono de las chicharras y el sólo, virtuoso y prodigioso, de los ruiseñores. Si se sienta debajo de los álamos, escuchando el canto de las parejas de los ruiseñores, puede sentir cuánto dolor hay en el mundo, cuánto de malo puede llegar a haber en el alma humana y cuánto de bueno. ¿Cuánto vale el beso de una madre o la caricia de un padre o el canto de los ruiseñores o el agua fresca que calma la sed? ¿Cuánto valen el alma del hortelano, sus recuerdos, su niñez, sus sensaciones, su vida? “Amigo, usted no tiene dinero para comprar este huerto”.

V.S.

1 comentario:

diego dijo...

Oye, Vicente, no nos hagas esperar mucho para la segunda parte. Magnífico de verdad.